En las
antiguas Grecia y Roma,
estaba extendida la creencia en la magia. Existía, sin embargo, una clara
distinción entre distintos tipos de magia según su intención. La magia benéfica
a menudo se realizaba públicamente, era considerada necesaria e incluso
existían funcionarios estatales, como los augures romanos,
encargados de esta actividad. En cambio, la magia realizada con fines maléficos
era perseguida.[Se atribuía
generalmente la magia maléfica a hechiceras (en latín maleficae), de las
que hay numerosas menciones en numerosos autores clásicos.
Según
los textos clásicos, se creía de estas hechiceras que tenían la capacidad de
transformarse en animales, que podían volar de noche y que practicaban la magia
tanto en provecho propio como por encargo de terceras personas. Se dedicaban
preferentemente a la magia erótica, aunque también eran capaces de provocar daños tales
como enfermedades
o tempestades.
Se reunían de noche, y consideraban como sus protectoras e invocaban en sus
conjuros a diosas como Hécate, Selene, Diana entre otras deidades.
Probablemente
las brujas más conocidas de la literatura clásica son dos personajes mitológicos, Circe y Medea. Las habilidades
mágicas de ambas residen sobre todo en su dominio de las pócimas o filtros
mágicos (phármakon, en griego).
Medea,
que se presenta a sí misma como adoradora de Hécate,
se convirtió en el arquetipo de la hechicería en las literaturas griega y
romana. Hay menciones de brujas en las obras de Teócrito,
Horacio,
Ovidio,
Apuleyo,
Lucano
y Petronio,
entre muchos otros. Estos autores hacen especialmente referencia a brujas que
realizan magia de tipo erótico.
Relacionada
con la creencia grecorromana en las brujas está la figura de la estirge,
un animal nocturno que es mitad pájaro mitad ser humano que se alimenta de
sangre (y que resulta también un precedente de la moderna figura del vampiro).
Los
escritores antiguos fueron a menudo escépticos acerca de las presuntas
facultades de las brujas.